domingo, 28 de noviembre de 2010

Margarita

             La rata se escurrió por la alcantarilla de la esquina mientras el anciano la observaba.  Le asaltó el pensamiento de que aquel lugar de la plaza no era el ideal para llevar a cabo su diario ritual, pero no existía otro.  Cada mañana y cada tarde Agustín se sentaba, como centinela fiel, en el mismo banco de madera para ver pasar a Margarita. 
            Agustín era un maestro retirado y Margarita era estudiante de cuarto año en la escuela superior del pueblo.  Esa secreta devoción, que no había compartido con nadie, nació una tarde mientras compraba un sombrero en la tienda de aquella esquina.  A través de la sucia vitrina el anciano vio pasar aquel rostro angelical que le hizo remontarse en el tiempo, sentirse joven nuevamente y pensar en Margó, su amor de juventud.  El dependiente no pudo pasar por alto la expresión en el rostro del comprador:  admiración y sorpresa mezcladas en igual proporción.  El dependiente, de la misma edad que el comprador y ex compañero de escuela, no pudo evitar la sonrisa al recordar él también los viejos tiempos.  “Esa es Margarita, la nieta de Margó”.  Aquellas palabras trajeron a Agustín a la realidad de golpe y porrazo.  Al ver la sonrisa en la cara del otro, se puso rojo.  Coraje y vergüenza, mezcladas éstas también en partes igual.
            El anciano llegó temprano a la esquina de la plaza la mañana siguiente.  Si todavía la familia vivía en la vieja casa, la niña caminaría a la escuela y no había otro camino que pudiera tomar.  La escuela superior se encontraba en aquella misma calle dos cuadras más arriba y la casa de la familia Fuentemayor una calle hacia el sur paralela con la plaza.  Tenía que pasar por allí.  Su lógica se mostró correcta cuando, como a eso de las ocho menos diez, vio el inconfundible rostro aparecer frente a sus ojos.  Era flaca, más alta que la abuela, pero en palabras modernas, parecía un clon de Margó.  Para colmo se llamaban igual. Con asombro y disimulo, Agustín la siguió por el corto trayecto que su palco le permitiría verla.  Caminaba con la misma gracia que su  abuelita.  Cuando la modelo salió de la pasarela, otra modelo, igual pero distinta, apareció en el pasillo de los recuerdos del sexagenario.  En ese pasillo parecía que había sido ayer la mañana en que Agustín vio a Margó por primera vez.
            Era el año 1949 y ellos los primeros estudiantes que entraban por las puertas de la nueva escuela superior.  Después del fuego que la consumió dos años antes, las labores de reconstrucción finalmente habían terminado.  Agustín estrenaba zapatos y camisa nueva.  El pantalón había sido de su hermano, pero estaba en muy buenas condiciones.  Mientras esperaba por el timbre frente al árbol de María sucedió algo extraordinario.  Estaba entrando por el portón la niña más linda que él hubiera visto jamás.  Tenía largos cabellos rubio cenizo que le caían sobre los hombros, ojos de miel y piel de porcelana.  Era delgada, pero no demasiado, y bajo su camisa, refajo y sostén se apreciaban dos tímidos senos que comenzaban a darse a conocer.  La diminuta cinturita estaba ajustada por la faja ancha de la falda de tabletas que le caía bajo las rodillas.  Sus piernas, aún velludas, se veían graciosas y firmes.  Nunca había visto una belleza tan perfecta.
            Durante los tres años de la escuela superior Agustín había suspirado por Margarita, Margó para sus amigas.  Habían estudiado en el mismo salón cada año pero Margó a penas le dirigía la palabra, aunque con los demás era dicharachera y espontánea.   A él le tenía miedo.  Agustín era introvertido, extremadamente tímido y solitario.  Los muchachos se burlaban de él y a sus espaldas se decían toda clase de tonterías, que era estúpido, retrasado, que no oía bien, que había estado recluido en una institución para enfermos mentales.  La verdad era que Agustín nunca participaba en clases, su timidez no se lo permitía, pero sus notas eran excelentes. 
            Durante todos esos años la admiración y el amor de Agustín por Margó habían crecido hasta alcanzar alturas inimaginables, pero Margarita jamás se fijó en él.  Fue Raúl, el deportista, el carismático hijo del alcalde, quien se robó el corazón de Margó.  Aquella noticia destrozó el corazón de Agustín.  Sabía que si no podía tenerla, jamás podría volver a amar a nadie.  O Margó o nada.  Y así fue.  Margarita y Raúl se casaron tres años después y exactamente un año después nació Raulito.  Tanto la boda como el nacimiento del niño aumentaron en el corazón de Agustín la soledad, la amargura y el desdén que habían crecido en el mismo lugar donde una vez germinó el amor por Margarita.  Así como se lo había prometido a sí mismo el día de la graduación de cuarto año, Agustín nunca se casó.  Se recibió como maestro cuatro años después en la Universidad de Puerto Rico y regresó al pueblo a enseñar en la misma escuela donde la vida le había sido arrancada del pecho una fresca y florida tarde de abril.
            Cuarenta y cinco años es una vida, y esa vida fue el tiempo que Agustín Muñoz le dedicó a su amada escuela sirviendo como maestro.  Hacía tres años se había retirado y su vida se había reducido a visitas diarias a la plaza al caer la tarde para conversar con otros jubilados, visitas semanales a la Biblioteca Municipal y las demás gestiones normales: el médico, pagar el agua e ir el correo.  Hasta aquella tarde de agosto cuando vio a la nieta de Margó, su vida había sido una colección de innumerables e inacabables monotonías que ni siquiera la mujer más santa hubiera soportado.  Freud posiblemente hubiera diagnosticado que Agustín se quedó estacionado en su escuela superior y por esa razón, cuando la vida le puso a Margó de frente una vez más, despertaron todos sus sentimientos,  dormidos quizás, reprimidos definitivamente. 
            Ahora, cada mañana a las 7:30  y cada tarde a las 2:45 Agustín se sentaba fielmente en aquella esquina de la plaza, unas veces más limpia que otras, con las ratas que salían de las alcantarillas, con los vagabundos dormidos en las bancas cercanas y los tecatos pidiendo la pejeta.  Siempre fiel, allí, a pesar de las circunstancias.  Cincuenta y dos años de espera lo habían llevado al extremo de fantasear con aquella niña que sin lugar a dudas podía ser su nieta.  Claro está, a quien el veía era a Margó, vestidita con su falda de tabletas, su camisa blanquita y sus diminutos senos.  El testimonio del espejo era lo único que le impedía acercarse a ella.  Si lo hubiera hecho, de seguro la niña se espantaría.  Así que siguió viviendo la vida como lo había hecho hasta entonces:  como un simple espectador.  Donde único había sido protagonista era en el salón de clases, fuera de ahí había pasado su vida observando, juzgando, anhelando, pero siempre callado, taciturno.  Un don nadie más, que aparte de sus estudiantes, nadie le hacía mucho caso.
            No se lo hubiera creído a nadie si le hubieran dicho que un día estaría en la primera plana de los periódicos.  Pero así sucedió.  Una tarde Margarita no regresó de la escuela.  No sabía qué había sucedido porque esa mañana la joven pasó fielmente hacia su centro de enseñanza y él fielmente había estado allí como testigo mudo de este hecho.  Esperó hasta las 3:30 pm, y como no pasó, se fue a su casa arrastrando los pies.  Pensó en cincuenta excusas: se enfermó y se fue temprano, alguien en su casa tuvo una emergencia y la mandaron a buscar, un maestro no vino, cualquier cosa que la sacó de su rutina.  Pero jamás Agustín se hubiera imaginado la razón real que le impidió a Margarita regresar a su casa de la escuela, ni esa tarde ni nunca jamás.  Llegó a su casa deprimido, más pensativo que de costumbre.  Ni siquiera vio a su vecino cuando lo saludó, así que el vecino rápidamente dijo para sí:  “Viejo amargao” y se metió a su casa.  Vio las noticias y se acostó temprano.  Esto le impidió oir las sirenas, los gritos y el murmullo de la gente cuando a las 11:00 pm finalmente encontraron a Margarita. 
            La joven se había ido con una amiga de la escuela a mediodía a ver a un noviecito de ésta a un bar tres calles más arriba.  El joven no estaba solo, andaba con un primo.  Después de mucha labia monga los muchachos convencieron a las chicas para ir a dar un paseíto hasta el río en el carro nuevo del primo.  Hasta allí llegaron y los dos muchachos buscaron algún lugar distante y oculto para ver qué lograban.  La amiga fue más fácil de convencer, pero Margarita no.  Se besó con el tipo, se dejó toquetear, pero cuando vio que la cosa iba en serio dijo que no y eso le costó la vida.  El tipo le tapó la boca para que no la oyeran y siguió forcejeando con ella en el suelo hasta que la dominó y logró su objetivo.  Una vez concluido el brutal acto se sintió desesperado, y decidió que la mejor solución era achocarla para no tener que dar explicaciones a los demás.  Lamentablemente no supo medir su fuerza, la pedrada fue demasiado fuerte y fracturó el cráneo de Margarita, provocó una hemorragia interna que, al no recibir asistencia inmediata, le causó la muerte.
            El muchacho salió y le dijo al primo y a la amiga que Margarita se había ido en pón, ya que se puso difícil y él se negó a llevarla de vuelta al pueblo.  Iban a ser las tres, así que la joven tenía prisa por regresar a la escuela y se fueron sin saber que el cuerpo de su amiga yacía sin sentido detrás de un pastizal y que eventualmente moriría.  Cuando a las cuatro los padres de Margarita fueron a su casa para preguntarle por ella, negó tener ningún conocimiento diciendo que ellas se habían ido temprano de la escuela, pero que Margarita no había seguido con ella el resto de la tarde.  Fue como a las ocho de la noche que finalmente, a galleta pura, la madre le sacó la verdad.  Así que comenzaron a buscar por el camino hasta llegar al río.  Allí un policía, armado de una potente linterna, encontró el cuerpo sin vida de Margarita con su falda empapada en sangre y su cráneo roto. 
            No fue hasta el otro día por la mañana cuando Agustín llegó a la plaza que se enteró de lo sucedido.  Su mente, tan aguda y analítica, se quedó en blanco.  Ya no oía a nadie, no veía, ni siquiera pensaba hasta que dos días después algo estalló dentro de él haciéndolo tomar la peor decisión que había tomado en toda su vida.  Las pocas personas que lo vieron se sorprendieron al ver a Agustín hablando con uno de los drogos más conocidos del pueblo.  Hasta parecía que le había dado dinero al tipo.  Bueno, seguramente un peso para que juntara pa’ la cura.  Dos horas más tarde el tipo llegó a casa de Agustín, le entregó una bolsa de papel y éste a su vez le dio un sobre cerrado.  Este hecho fue solamente presenciado por el vecino quien pensó que encima de amargao el viejo ahora se había metido a teco.
            Dos días después, mientras sacaban al asesino del carro de policía para entrar en el Centro Judicial, Agustín, sin mediar palabra, sacó una pistola de su bolsillo y la vació en el cuerpo del muchacho antes que la policía pudiera derribarlo e inmovilizarlo.  Al día siguiente el titular leía:  “MAESTRO RETIRADO MATA ASESINO DE ESTUDIANTE”.  Nadie podía dar una explicación o ver algún motivo por el que aquel tranquilo anciano, según testificaba el pueblo entero, hubiera ido a matar al violador.  Para todos, excepto para la abuela, sería un misterio la frase que Agustín seguía repitiendo con la mirada perdida:  “No me la podían quitar dos veces” .